W.R. Catton, el fundador de la sociología ambiental, cita en el prólogo a su Rebasados (Océano, 2010), a Stewart L. Udall, el secretario del interior de Estados Unidos de 1960 a 1969, quien reconoce que, durante su gestión, creían haber alcanzado el paraíso terrenal gracias a la tecnología: “estábamos seguros de que, tarde o temprano, un descubrimiento técnico haría posible transformar todos los desiertos del mundo en jardines irrigados”. Y continúa: “Es fácil establecer la fecha exacta en la que nuestra euforia alcanzó su cenit. Fue aquella semana de junio cuando los astronautas caminaron sobre la luna”. Desgraciadamente, esa fantasía, indica Udall, pronto terminó: “esta Unión de cincuenta estados, junto con todas las otras naciones sobre este planeta, están gravemente en peligro debido a todo nuestro progreso tecnológico pasado, nuestro crecimiento poblacional y económico, y lo que estos orgullosos logros han causado a la biosfera, de la que somos miembros inevitablemente dependientes”.

Esa época afortunada, denominada por Catton como la “era de la exuberancia”, comienza a llegar a su término y empezamos a vivir en la era de las consecuencias, en la “sociedad del riesgo” (Beck, 1998). Nuestro planeta comienza a ser azotado por una catástrofe ambiental sin precedentes derivada del calentamiento global y el agotamiento de los recursos naturales como recientemente mostró Sandy en New York.

Nuestro mundo se cubre de una cantidad creciente de monstruos, del gas mostaza a la bomba atómica, del unicel a las dioxinas, de los pesticidas y herbicidas inorgánicos a los organismos genéticamente modificados, de los contaminantes procedimientos para extraer petróleo a los aún peores de las grandes mineras de oro y plata modernas. Nuestra naturaleza se ha convertido en un depósito de cantidades cada vez mayores de sustancias que no puede digerir, enfermando prácticamente a todas las especies de la tierra. Y muchos de nuestros científicos y humanistas se volvieron cómplices de la destrucción del mundo orquestada por las grandes corporaciones ecocidas, esas que no se preocupan por la humanidad sino sólo por sus “ganancias”. Las corporaciones transnacionales florecen donde el neoliberalismo se impone y el neoliberalismo, en retribución, hace a tales corporaciones hiperpotentes y, a pesar de ello, ciegas, pues carecen de visión de largo plazo. Ello es así pues la ganancia económica raramente es de largo plazo. Y dividen al mundo en pobres (la enorme mayoría: el 99% según el movimiento de los indignados que ocuparon en el 2011 las plazas de New York, Madrid y Londres) y ricos (los accionistas de las corporaciones), incrementando la desigualdad. Y, en tal proceso, hasta los nombres se modifican: la madre tierra se convierte en “sustrato”; la explotación desmedida en “producción”, las catástrofes derivadas de nuestra depredación son llamadas “naturales” y las especies de flora y fauna que no son aprovechables son consideradas inútiles y soslayables. Los ciudadanos nos hacemos cómplices de tal depredación al entrar al juego y acomodarnos, al consumir los degradados productos que tales corporaciones ofertan.

Un hombre “instrumentalizado”
En nuestra época, la mayoría de los seres humanos encuentran el sentido de su vida en el consumo, en el “tener” y ya no en el “ser”. En la era de la exuberancia, la enorme cantidad de bienes que se ofertan a la mayoría de los ciudadanos —al menos en las naciones “desarrolladas”— han permitido a los humanos dejar atrás la vida de trabajo constante de las eras antiguas, en las cuales se debían trabajar todo el día, todos los días y sólo podían tener ocio los más ricos y poderosos. Sin embargo, la Revolución Industrial, con sus eficientes máquinas y líneas de producción, abrió la posibilidad de que muchísimos humanos abandonasen las tareas del campo y se incorporasen a la vida urbana, donde sus hijos podían, gracias al ocio recuperado, asistir a la escuela. Décadas después, con la irrupción de la revolución tecnológica avanzada, cuyos procesos productivos se logran ya no con carbón y máquinas de vapor sino con hidrocarburos y energía nuclear, el panorama dio un vuelco: el ocio creció y permitió el “entretenimiento”: los mass media electrónicos posibilitan la emergencia de un ser humano cuya vida gira alrededor del ocio: se vive para mirar la televisión.

Y en este panorama la enorme mayoría de los seres humanos se pierden y acomodan. En el fin de la Era de la exuberancia los humanos viven enajenados sin siquiera darse cuenta de lo manipulados que son, sin darse cuenta de que comen productos que poco a poco los enferman, de que sus propios anhelos y necesidades han sido diseñados por los mercadólogos de las grandes corporaciones.

Y sólo unos cuantos comienzan a sentirse incómodos… ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Vale la pena una vida hundida en el sillón frente a la televisión o la computadora?

Y muchos, desgraciadamente, nunca comprenden el sentido de su vida, ni completan la mirada de la totalidad —la unidad con el otro y el mundo— como denuncia el filósofo Rodolfo Santander:

Mediante la división del trabajo la sociedad industrial busca obtener sus objetivos de rendimiento y eficacia. Por esta razón la división del trabajo es algo deliberadamente querido por la sociedad capitalista, como en su momento también lo fue por la organización económica del socialismo real. En aras de este rendimiento y de esta eficacia, los efectos y las consecuencias de lo que se produce se vuelven invisibles para el productor. Como todo el mundo se ocupa sólo con una parte de la producción total para aumentar la productividad y la eficacia, nadie sabe de esos efectos y de esas consecuencias, y nadie se pregunta —ni debe preguntar— por ellos. […] Hay que admitir que la empresa crea un hombre “instrumentalizado”, un hombre inconsciente de los fines, conformista y sin consciencia moral. Y no debe extrañarnos que aquellos que llevaron a cabo la solución final o construyeron bombas atómicas y hoy construyen centrales nucleares sean hombres del tipo instrumentalizado. […] En las condiciones de existencia creadas por la sociedad industrial, entonces, el conjunto, la totalidad se vuelve invisible (Santander, 2011: 134-135).

Y la tesis de la invisibilidad de la totalidad es válida no sólo para los procesos productivos, también lo es para la producción científica y la vida cotidiana.

Encontrar el sentido de la propia vida es tan urgente ahora como hace mil años, y la manera de alcanzarlo pasa por el enorme esfuerzo de adquirir una mirada de la totalidad, del propio momento histórico y de la unidad con el otro y el mundo que nos es consustancial.

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Acerca del autor:
Profesor del posgrado en Filosofía del CIDHEM y presidente de la Academia de Ciencias Sociales y Humanidades del Estado de Morelos.

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