Ser periodista en México resulta un desafío. Su ejercicio es faena para valientes. Juan Villoro pertenece a esta raza de temerarios y cuenta su experiencia desde uno de los flancos de ataque en apariencia más inocentes: el periodismo cultural.

Cronos y el cronista
Un hombre alto de guayabera blanca espera en el lobby del hotel Misión de los Ángeles, en el corazón de Oaxaca. Dos minutos antes de la hora prevista para una “charla rápida”, él ya está listo: mira alrededor, ve su reloj. Villoro, cronista cultural por antonomasia, es por sí mismo una imagen real de lo que pasa en el gremio que cocina lo social a presión.

Hablar con él no es fácil. Primero, porque no da entrevistas más que a medios consolidados. Segundo: con o sin micrófono y público enfrente, es igual de elocuente e intrincado. Por más de una razón, muchas veces eso de que se habla como se escribe resulta problemático.

La pluma dividida
Como el tiempo apremia, conviene el riesgo de ir al grano. ¿Prefiere la literatura o el periodismo? Con 58 años cumplidos y casi treinta sin dar tregua a la pluma, el escritor de mentiras literarias y verdades sociales sigue sin decidirse por uno u otro ámbito.

En un insólito gesto de duda antes de responder, guarda silencio y reflexiona. “Fíjate que no lo sé. La verdad, son muy complementarios”. Dos elocuentes ojeras amoratadas se disimulan bien debajo de sus ojos, que escanean incansables cada detalle del entorno.

“Yo escribo tres textos periodísticos a la semana y el resto de los días, ficción. Entonces, está muy equilibrado. La mayoría de libros que publico son de narrativa, pero es porque la información pura pierde actualidad. A mí me gusta conjuntar ambos terrenos. La mayoría de las veces hago periodismo cultural, pero muy literario”.

Su respuesta sigue sin convencerlo. Resuelve: “No lo sé, es complicado”.

La crónica: arma contundente
Pero el corazón dividido no es obstáculo para ejercer las pasiones. El escritor defeño, hijo del filósofo Luis Villoro, ha redactado por igual cuentos para niños, que novelas, ensayos y crónicas sobre diversos ámbitos de su repertorio camaleónico, entre ellos el de la sociedad del momento. “Empecé en la ficción, porque a mí lo que me interesaba era contar historias”, cuenta.

No obstante, entre toda su producción, son sus crónicas las legendarias. Luego de los remotos primeros pasos, el escritor recuerda cómo fue su asomo al periodismo cultural (aunque reconoce no haber sido consciente de ello cuando ocurrió).

“El primer trabajo formal que escribí en plan de crónica fue por una invitación de Sergio Pitol para que compartiera mis vivencias como alumno de Augusto Monterroso. De igual forma, Huberto Batis y Fernando Benítez querían tener a alguien que hablara de música en el suplemento “Sábado” del Unomásuno”.

Y así, entre líneas se revela un motivo interno del Licenciado en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana, campus Iztapalapa: la crónica no es sólo su forma de homenajear una época mediante la ralentización y descripción de atmósferas y contextos, sino un arma contundente para denunciar y combatir vicios presentes.

“Empecé a hacer algunas crónicas de la época. Entonces era la década de los 70. En aquél tiempo no había internet. Lo que yo quería era darle a conocer a la gente aquello a lo que no tenía acceso. Mis textos mezclaban realidad y ficción. Entonces comencé a reportear más. Otra cosa influyó: como escritor descubres muy rápido que en México no vas a vivir de tus libros. Ni siquiera Carlos Fuentes lo hacía. Tenía que ir más allá de las letras puras. Hasta la fecha, yo vivo del periodismo”.

De pronto, un muchacho pasa enfrente y lo saluda con la cabeza, con una incrustada sonrisa de complicidad. “Chamacón, te recomiendo los chapulines. Están muy buenos”, le grita Villoro. “Él es mi hijo, Juan Pablo. Es que esta vez vine con toda mi familia. Si no se aprovechan estos pequeños respiros, no hay otra forma”.

La noche anterior, el escritor fue parte del homenaje a José Emilio Pacheco durante la Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO) 2012.

Sobre la mesa de disección
Es complicado seguir el paso de su conversación sin perderse. Oraciones multirreferenciales saltan a uno y otro lado del planeta; de uno a otro autor, fecha, libro, acontecimiento. Pero como por suerte de magia, este amante del fútbol y el rock llega siempre al punto preciso, como si hubiera premeditado la ruta de su discurso.

Los días pasados ceden ante el presente. El acreedor en 2010 al Premio Internacional de Periodismo Príncipe de Asturias por su La alfombra roja, texto sobre el narcotráfico en México, acomoda a su especialidad sobre la mesa de disección. Y toma el bisturí por el mango.

“Hay un desafío generalizado: la curiosidad tiene que ser muy general y los periodistas en México desgraciadamente no han apostado por tener una formación suficientemente amplia. Me sorprende que ya no lean de temas variados. Hay grandes especialistas y eso nos mata. En otros países son más diversificados: todos los reporteros rotan en todas las fuentes y géneros”.

Mientras él responde nutritivamente las respuestas en tiempo récord, varios de escritores (también participantes de la FILO 2012) lo saludan. Conversaciones casuales. “Oye, Juan, después de probar el mezcal voy a visitar con mis hijos el pueblo donde hacen barro verde. ¿Por qué no vienen con nosotros?”, le dice un hombre cano, con un niño colgado de su cuello. Ni ante la invitación Villoro pierde el hilo, la velocidad de escaneo ocular o la costumbre de soslayar al reloj.

“Hay otra cosa: yo creo todo buen periodismo es siempre cultural, en la medida en que entiende de manera compleja al mundo y sus formas de representarse a sí mismo. De eso también adolecemos actualmente”.

“No hay que cuidarse de los malos…”
La sangre asoma y no es precisamente por la autopsia. La plática pisa terrenos violentos. Imposible una entrevista con Juan Villoro y pasar por alto una de las tantas banderas que enarbola como periodista: el de sus colegas violentados en el deber comprometido de no dejar que la mano y la hoja de papel se enfríen.

El escritor se pone el uniforme, se acomoda en su trinchera y habla.

“Claro que se corren riesgos en el periodismo cultural. Siendo México el país más peligroso para el ejercicio, nadie está exento. El crimen organizado está absolutamente en todo, incluyendo la organización de eventos culturales. Una de las zonas más peligrosas para cubrir hoy en día es, por ejemplo, la de los narcocorridos. La situación es muy mala. Hay que ver lo siguiente: muchos de los estados donde han muerto más periodistas son gobernados por el PRI. Es decir, que muchos de estos funcionarios han estado coludidos con el narcotráfico y no han protegido a los periodistas”.

La realidad se desborda de quejas; él las toma y las vuelve denuncia pertinente. Así aterriza la preocupación general en un punto específico, desde el que puede ejemplificar con facilidad una situación difícilmente aprehensible.

“El tema de la violencia está en el aire en México. Tú escribes algo y la respuesta no siempre es de aceptación y tolerancia. En el mundo de la cultura es bastante habitual que por ejemplo se manden a violentar periodistas, porque sus escritos no gustan o convienen. Todos hemos sido amenazados en mayor o menor medida. Conmigo lo han hecho hasta músicos y actrices. Tanto la cultura como el deporte son vitrinas de lucimiento de políticos y empresarios, sobre todo locales. Hay muchos intereses creados en esta realidad nada cómoda”.

Según él, no sólo las esquirlas, sino las balas directas se ciernen sobre esta veta especial del oficio. Ya no sólo peligran quienes consagran sus cuartillas a la fuente Narcotráfico. Cualquier pluma puede ser una amenaza.

“Yo escribí una vez una crónica sobre gente de relaciones públicas. Uno piensa que por su ocupación se trata de gente muy educada y diplomática. No obstante, esa ha sido de las amenazas más fuertes que he recibido. A una amiga la pasó lo mismo con gente que hacía yoga y otras disciplinas orientales: muy pacifistas, pero casi la matan. Esos te amenazan más rápidamente que un narcotraficante”.

Con ademanes resueltos y un tono de preocupación en la voz, Villoro captura al verdadero enemigo.

“En realidad yo creo que las intimidaciones para nosotros no vienen de los grupos duros de la delincuencia organizada, sino de las sombras donde el crimen se normaliza: donde se lava el dinero o hay negocios fachada, por ejemplo. Ellos se sienten mucho más afectados que la gente que está decapitando, secuestrando o traficando con drogas. Están en otra esfera, donde la mala noticia no tiene que legitimarlos porque están ya deliberadamente al margen de la ley. Como dice Elmer Mendoza, ‘no hay que cuidarse de los malos, sino de los que parecen buenos’.”

Más pactos, menos balas
Los empleados del hotel pasean enfrente, llevando y trayendo sábanas limpias y charolas con desayunos hasta la habitación. Los cántaros de barro negro y flores de totomoxtle para decoración, dan a la escena martillada por el tiempo un aire menos apremiante, más provinciano.

Pero una vez tocada la herida, ni el descanso visual disminuye el tono de la conversación. Después de diseccionar, retratar y presentar armas, un asomo al porvenir, proveniente de alguien que palpa las entrañas de la realidad en cada publicación, resulta intrigante por su potencial de buena profecía.

“Quizá peco de inocente o de optimista, pero yo considero que difícilmente estaremos peor. Creo que va a haber un ajuste. No necesariamente porque cambie el armazón del crimen organizado, sino porque se establecerán ciertos pactos para avanzar y dejar atrás los años de violencia descarnada. Ello no va a acabar con el narcotráfico, pero va a haber una disminución de sus mal llamados daños colaterales”.

Sobrevivientes
Pero al igual que la predicción en ciernes, la esperanza tiene sus butacas reservadas. Un buen augurio da tregua al repiqueteo de cartuchos percutidos.

“Soy optimista del futuro. La prensa va a jugar un papel muy importante. A lo que nosotros debemos contribuir es a cambiar nuestra sociedad (aunque a ello debería agregarse una buena política de empleo). Veo cosas muy halagüeñas al respecto: se están perdiendo los soportes físicos para los escritos, pero al tiempo ganan espacios libres como Facebook y Twitter. En ellos ya hay sanciones intelectuales muy fuertes, como con lo de Peña Nieto y la Biblia. No obstante, la conectividad en México todavía es muy baja. No todos tienen acceso a internet: estamos entre 24 y 27 por ciento. No es una masa dominante, pero sí influyente. Así, esta zona alentará un periodismo alternativo e independiente muy bueno. Aunque todavía no tengamos la manera de que esto obtenga recuperación económica”.

En pleno mediodía, algunas gotas de sudor empiezan a nacer sobre su frente descampada. Juan Villoro se abanica con una mano, pero no se detiene. El ritmo de su argumentación es constante.

“Van a haber cambios, pero no destructivos, pues siempre tendremos la necesidad de entender el mundo. Y eso sólo lo logramos al hacer la conexión entre lo colectivo y lo individual. Esa es la ética del periodismo: lograr que la información se convierta en emoción para cautivar y que la gente se movilice y haga conciencia. Eso será así siempre”.

Después de los libros
La charla rápida se extendió. Villoro se incorpora, parece más alto de cerca. Se excusa por las negativas pasadas a este encuentro.

“En verdad no puedo atender todas las cosas que me gustaría. El trabajo de un escritor es leer y escribir. Eso requiere de soledad y aislamiento. Mi esposa ha estado hospitalizada, estuve apenas en tres sesiones del Festival de Poesía y Prosa del DF, ahora en la FILO, la siguiente semana voy a Chile, estoy haciendo los textos de la serie Piedras que hablan, que se transmite los martes en Canal 22. En una palabra: no puedo más”.

Ser escritor en el escaño en que se encuentra, no debe ser sencillo. Los amigos y conocidos continúan el desfile; los contingentes de turistas de rostros blancos heridos por el sol oaxaqueño arrastran sus equipajes al interior del hotel.

“Como periodista y escritor, tienes que organizarte: no hay más. Un pequeño truco para mí es no tener celular. También trato de dosificar las entrevistas, aunque sean muy gratas. Siempre pienso que no logro administrarme. Pero al final las cosas salen y me sorprendo.  Lo cardinal es tener las prioridades muy claras: yo preferiría fracasar profesionalmente que hacerlo humanamente; prefiero quedar mal en el trabajo, que con mis hijos. Los peores padres son los intelectuales. Yo eso lo sé muy bien”.

Sonríe, se despide. El hombre de guayabera blanca da media vuelta y se interna en el restaurant, donde su familia lo espera. Mientras camina echa un vistazo a su reloj, uno de sus fusiles de guerra.

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