A raíz de que en 1932 se realizó en Oaxaca el Homenaje Racial por el IV Centenario de la ciudad, en las fiestas celebradas durante el pasado mes de julio, la propaganda oficial señaló el 80 aniversario de la Guelaguetza; al margen de esta laxa interpretación de lo que podría considerarse el aniversario de dicho festejo, es indudable que a lo largo del siglo pasado se conformó un sentido de pertenencia y orgullo regionales, en ocasiones como respuesta local al nacionalismo de charros y mariachis. Desde los años 30 se impulsaron determinados valores arqueológicos, étnicos y culturales; empezó a haber una preocupación por las zonas típicas y los monumentos, sobre todo en la capital.

Años después, en 1965, el gobierno de Brena Torres informó que la ciudad de Oaxaca empezaba a despuntar como destino turístico y promocionaba el clima, la amabilidad de la gente, Mitla, Monte Albán y el árbol del Tule. Había interés por formar un museo regional en el ex convento de Santo Domingo, con un posible éxito por la diversidad cultural del estado ya que: “… presenta el increíble fenómeno de albergar variadísimas razas y tribus que defieren entre sí en su conformación somática, idioma, tradición, costumbres, trajes, música, bailes.” Se resaltaban la diversidad cultural y sus manifestaciones, también la fidelidad de los oaxaqueños a sus modos de vida, como si los mismos resultaran particularmente curiosos o extraños. La presentación etnográfica se referiría al trabajo, la indumentaria y las fiestas:

“Pretendemos presentar cada raza con propiedad de manera que el visitante capte fácilmente sus características. Creemos que el medio de lograrlo consiste en dedicar una zona a cada raza, reproducida ésta en manequíes (sic) de tamaño natural, colocadas en forma tal que evoquen su ambiente; y presentar a cada raza en dos formas: en una, dedicada a sus faenas diarias, con sus ropas habituales; y en la otra, la misma raza, con sus espléndidos vestidos de gala, entregada a la alegría de sus fiestas.” (Informe de Gobierno 1965)

El museo sería venero de información cultural e incrementaría el orgullo del oaxaqueño por su pasado y presente.

La apuesta por el desarrollo turístico consideraba que: “La Ciudad de Oaxaca, de reconocido señorío, aúna a su belleza arquitectónica, su valor histórico. En el lento correr de los siglos se fue plasmando sin prisa, sólida, hermosa, como fruto maduro de una cultura, como expresión del espíritu del oaxaqueño, que en la tranquilidad sedante de la provincia, pudo desarrollar espléndidamente su sentido artístico.” Este discurso, en un lenguaje retórico y rimbombante, también cuestionaba las consecuencias de la modernidad de la época —mediante obras— y la colocación indiscriminada de propaganda; ambos elementos alteraban fachadas y entornos:

“Infortunadamente, durante los últimos años, nuestra Ciudad ha sufrido el impacto del progreso, […] la piqueta ha sacrificado verdaderas obras de arte o dañado irreparablemente lugares que constituían zonas típicas o armoniosos conjuntos de construcciones; sin contar con que la incuria ha dejado en abandono hierros forjados, hornacinas, cornisas y otros detalles del tiempo colonial. Por otra parte, el desordenado uso de la propaganda impresa o el inconveniente uso de la pintura, han cubierto la cantera verde, infamando la belleza de nobles muros.” (Informe de Gobierno 1966)

Dicha importancia turística creciente y la carencia de normas generaron la necesidad de una legislación adecuada para conservar el patrimonio, para ello se convocó la opinión de destacadas personas de la cultura local: Juan I. Bustamante, Luis Castañeda Guzmán, Alberto Castellanos, Alfredo Canseco Feraud, Heliodoro Díaz Pacheco, Jorge Fernando Iturribarría, Armando Nicolau, Carlos Rosas Rueda y Horacio Tenorio Sandoval. Estos recorrieron la ciudad lo que, aunado a su conocimiento y afecto por Oaxaca, permitió no sólo establecer las bases para la Ley de protección y conservación de las zonas típicas y monumentos de la ciudad de Oaxaca (1965), sino la elaboración de un catálogo de la riqueza monumental e histórica de la capital. Las zonas típicas eran las que representaban “el carácter y fisonomía propios de la ciudad, atendiendo a su historia, civilización y cultura”, los inmuebles por su valor histórico o artístico debían conservarse. Se establecieron reglas y disposiciones para reconstruir, remodelar, restaurar, demoler; sanciones por destruir y dañar los monumentos. Además se reconocía la necesidad de participación del pueblo porque dicho acervo le pertenecía y en él tenía “una fuente permanente de riqueza espiritual.”

Esta época, con un lenguaje folclórico semejante al actual, fue importante en la conformación de los valores culturales del Oaxaca de hoy.

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Acerca del autor:
Doctor en historia por la Universidad Complutense de Madrid. Investigador del CIESAS-Pacífico Sur.

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