Enciendo el auto y el estéreo comienza a trabajar casi al mismo tiempo que el motor. Promocionales del gobierno, cortinillas de la radio universitaria, finalmente el locutor es sorprendido por la limitada habilidad su operador; la oración comienza incompleta: “…esta rola es muy adecuada para dejar fluir el erotismo matutino…” Las primeras notas comienzan a salir por unas bocinas aún aletargadas por la bruma nueva del día. Espero sentado en silencio, con las ventanas del auto cerradas y humedecidas por fuera, simultáneamente una mandarina reina comienza a ser desprendida de sus ropas e inunda el interior del vehículo con su inconfundible olor. Reconozco la canción.

Jamás había comenzado el día con Pulp, de hecho hacía mucho que no le escuchaba. A veces, en las enmarañadas dinámicas de la vida, olvidamos la existencia de las cosas que valen la pena: libros, discos, películas, algún alimento, o un sitio al que hemos dejado de frecuentar. Una de las grandes virtudes de la raza humana, y su tan publicitada superioridad sobre las demás especies, es la capacidad de documentación, compilación y almacenaje. Eso que después, los chamaquillos que fueron a la escuela de humanidades llamaran de manera rimbombante referentes.

La rola continúa y se cuela en esa parte del cerebro encargada de procesar todo lo que se relaciona con el placer, se posa ahí como caramelo suave sobre palomitas recién salidas de la olla; mientras concluye pienso en la letra, conocida por su contenido sexual:

 “You are hardcore, you make me hard
You name the drama and I’ll play the part.
It seems I saw you in some teenage wet dream.
I like your get up if you know what I mean.
I want it bad. I want it now.”

Sin duda, la agrupación logró no sólo generar una gran pieza musical que parece tenerlo todo, sino también colocarla como uno de los referentes (¿lo ven?, la escuela y sus bondades) infranqueables de lo que hoy conocemos como el Britpop. Personalmente, creo que la música o las piezas musicales que fueron creadas hace algunos años, o siglos, no deberían ser nombradas como clásicos. De hecho, me cuesta trabajo entender a qué se refieren los locutores de radio o estaciones completas cuando nombran canciones como clásicos ¿quién les ha dado permiso, qué autoridad les confiere el poder de discernir qué es un clásico y qué no lo es?

Los imagino frente a una pila de discos de los años 60, 70, 80 o 90 con una gran lista en la cual palomean “lo mejor” de cada uno de éstos. “Claro, Pink Floyd es un clásico indiscutible, incluye Another brick in the wall y pongámosla al aire hasta que la gente se harte de ella (o el surco del vinil ceda ante el diamante de la aguja)”; y vaya, sé que mi comentario es ampliamente nostálgico, puesto que los formatos para radio son en estos días  completamente digitales. Algunas estaciones en el Distrito Federal han optado por reproducir algunos álbumes desde una tornamesa, lo que al amplio y sano juicio de los haters es considerado como una práctica altamente hipster. Ignoro a qué se debe la importancia de discutir en torno al tema.

Así pues, los medios tradicionales de comunicación poseen la cínica habilidad de vulgarizar creaciones extraordinarias. La radio en particular con algunos de sus locutores poco documentados y su limitado y pobre contenido son campeones en este deporte. Basta decir que hasta Shanik Berman pone rolas de Daft Punk en su programa de chismes debido a que alguien en una tarde de cafecito y facturas argentinas le dijo que ese disco estaba “padrísimo y que los integrantes del grupo están loquísimos porque siempre tocan con cascos intergalácticos y nadie nunca les ha visto la cara, o sea, padrísimo goooeeee, un clásico contemporáneo”. Debemos recordar que muchas decisiones en este país se toman con base en este parámetro de conocimiento y experiencia: el acertado e infalible “padrísimo”: “vamos a la condechi porque el ambiente está padrísimo; repliquemos este proyecto que están haciendo en Alemania, porque está padrísimo”.

En fin, no me malinterpreten, no es que Pink Floyd, los Beatles, Kansas, o Palito Ortega no sean dignos o importantes artistas, tampoco se trata de colocarlos a todos en el mismo plano, puesto que cada uno es harina perteneciente a distintos costales destinada a elaborar diversos panes; lo que intento sustentar es que discos o canciones en conjunto con sus artistas deben ser atemporales y se debe respetar su paso por el tiempo no vulgarizándolos. Alguien alguna vez me dijo que le había sorprendido escuchar a Caribou en el Metrobús como parte de la musicalización de una campaña de transporte público del gobierno del Distrito Federal.

La excepcional diferencia de la música en comparación con el resto de las bellas artes es que el soporte permite disfrutarlas como fueron concebidas desde el primer momento, no así sucede con la arquitectura, la pintura o la fotografía que sufren el deterioro natural del paso del tiempo. Tal vez los historiadores del arte puedan debatir esta observación, sin embargo considero importante hacer esta reflexión.

La obsesión por la música nueva o el síndrome del dj antrero
Todo aquel que se haya topado en su andar con estos peculiares personajes autonombrados deejays, seguramente ha notado ciertas actitudes que les pueden ocasionar asombro o completa aversión. Es muy común que se ostenten como gurús rítmicos cuyos conocimientos en materia musical se encuentran en un nivel infinitamente superior al de cualquier ser humano, y por supuesto siempre tendrán una opinión mucho mejor que la tuya y no tardarán en desdeñar tus recomendaciones musicales.

El ego de aire de estos “deejays” se debe en parte al público que perpetúa y legitima su imagen y al cáncer llamado capital social: networking over talent. El talento de estas personas rara vez es proporcional a la talla del evento en el cual tendrán a bien pinchar discos. En este sentido, su obsesión por poner música de reciente edición pone fin al discurso aterrizado y coherente, que a consideración de este textoservidor, debería tener todo set musical.

Llámenle como quieran a este sentido de coherencia, pero creo que éste debe considerar ciertos parámetros como: similitud de géneros musicales, reconocimiento del espacio en donde este set será ejecutado, ocasión del evento, número de otros fellows deejays con los que se compartirá la noche, etcétera.

La mayoría de las veces, todas estas consideraciones son pasadas por alto de manera arbitraria únicamente por tocar la rola recién salida del horno, no importa si viene al caso o no, perpetuar la imagen propia e infundir respeto a toda costa es lo que cuenta, no la música ni el disfrute del público asistente al evento.

Así pues, en un set podrá disfrutarse una pieza musical que se editó hace treinta años (o más), al igual que aquella recién nacida. Los discursos musicales deben ser coherentes, sólidos y al mismo tiempo deberán complacer al escucha. El estado del arte de esta actividad se logra al igual que en cualquier disciplina: con práctica, observación y con el consumo de material que pueda enriquecer, aportar y expandir los referentes del ejecutante.

La siguiente vez que en un medio le atribuyan el calificativo de “clásico” a alguna pieza musical habrá que pensar en todo lo que ese adjetivo pretende atribuir y no olvidemos lo más importante: la música es atemporal y como tal debe asimilarse.

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